Nunca insisto más de dos veces, me advertiste una noche que
nos amanecimos filosofando y pintando. El amor no dura tres
años, como dice el francés Frédéric Beigbeder, pienso que a
lo mucho puede durar tres meses, aludiste. Por las noches,
revisábamos a los existencialistas:
a veces Camus, a veces Sastre. Sugeriste que leyera
Kierkergard. Convertíamos mi habitación en nuestro propio
mundo: salías de la cama y regresabas con un mate y un cigarro
de marihuana. Te irritaba que consumiera polvo. Asegurabas
que eso me hacía artificial. Pintábamos. Cada quien
en su lienzo. Un día comenzamos un proyecto conjunto.
Desfigurado. Ambiguo. Había tres llamadas perdidas en el
celular hechas desde mi departamento. Marqué pero no quisiste,
o no te atreviste, a levantar el auricular. Tonterías. Seguro
ya te habías metido a la cama. Te imaginé dormida, agotada por
tu largo peregrinar de ocho días. Entonces comprendí porqué te
gustan tanto los gatos, te pareces a ellos, te marchas durante largas
temporadas como egoístamente saben hacer.
Encendí la luz. No vi rastro alguno en la sala. En el fondo el arco
iris imperfecto en la pared. Revisé la habitación y tus cajones
estaban revueltos. Aquella noche que te conocí me explicaste
que con el cambio de estación te aburrían ciertas cosas: tu apariencia
frente al espejo, la pintura, el amor, todo en ese orden.
Me senté frente al arco iris imperfecto de la pared roja y comencé
a tallar el óleo seco con mis uñas.