sábado, 29 de septiembre de 2007

CAMBIO DE ACTO.




Nunca insisto más de dos veces, me advertiste una noche que

nos amanecimos filosofando y pintando. El amor no dura tres

años, como dice el francés Frédéric Beigbeder, pienso que a

lo mucho puede durar tres meses, aludiste. Por las noches,

revisábamos a los existencialistas:

a veces Camus, a veces Sastre. Sugeriste que leyera

Kierkergard. Convertíamos mi habitación en nuestro propio

mundo: salías de la cama y regresabas con un mate y un cigarro

de marihuana. Te irritaba que consumiera polvo. Asegurabas

que eso me hacía artificial. Pintábamos. Cada quien

en su lienzo. Un día comenzamos un proyecto conjunto.

Desfigurado. Ambiguo. Había tres llamadas perdidas en el

celular hechas desde mi departamento. Marqué pero no quisiste,

o no te atreviste, a levantar el auricular. Tonterías. Seguro

ya te habías metido a la cama. Te imaginé dormida, agotada por

tu largo peregrinar de ocho días. Entonces comprendí porqué te

gustan tanto los gatos, te pareces a ellos, te marchas durante largas

temporadas como egoístamente saben hacer.

Encendí la luz. No vi rastro alguno en la sala. En el fondo el arco

iris imperfecto en la pared. Revisé la habitación y tus cajones

estaban revueltos. Aquella noche que te conocí me explicaste

que con el cambio de estación te aburrían ciertas cosas: tu apariencia

frente al espejo, la pintura, el amor, todo en ese orden.

Me senté frente al arco iris imperfecto de la pared roja y comencé

a tallar el óleo seco con mis uñas.